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Día 9

No me importa ser repetitivo: en mi cabeza hay apenas dos o tres conceptos, matándose por un poco de atención. Tampoco me importa clarificarlos. Ni escribirlos.
Algo de lo que estoy seguro es que mi trabajo actual es el mejor del mundo. Es lo que siempre quise hacer y, tras una caterva de ocupaciones infames, un periodo dilatadísimo en la fábrica y el atisbo del diario, me enorgullece haberlo obtenido. Y tengo la secreta convicción de que soy bueno en lo que hago, que lo haré durante mucho tiempo y me llenaré de reconocimiento, prestigio, seguridad y dinero. Hoy, por lo menos, estoy seguro de eso.
El problema del corrector es que debe ser infalible. Los textos pueden haber sido redactados por un manatí y entregados en cualquier orden; las traductoras, ostentar un notorio desconocimiento del idioma español sumado a la carencia absoluta de criterio y los diseñadores, oh, ellos: son incapaces de resolver nada (y está prohibido tocar las cajas de texto, porque son su obra magna y, como tal, no pueden modificarse). Pero el corrector es la instancia final y, como dueño de la verdad, debe subsanar los errores de todos los demás. El corrector es un dios editorial en un mundo de agnósticos.
A mí, no equivocarme nunca me resulta muy cansador. Y después me pasa esto, de sentarme a escribir y que no salga nada. Tengo todas las letras amordazadas.

Comentarios

gerund ha dicho que…
Lo de las traductoras sin criterio es terrible. La peor pesadilla de un corrector.

:o)
Grock ha dicho que…
es siempre más fácil corregir que inventar.
Eso tenlo siempre en cuenta.

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Día 36

Hubo tres días en los que no existí. Durante tres días solo fui una sombra o un reflejo, un silencio o un zumbido, apenas unos pasos sordos en veredas atestadas de gente y calles desbordantes de metal y motores, una voz audible solo para ciertos mozos, para alguna cajera de supermercado, para la farmacéutica, la psiquiatra y dos o tres personas más del otro lado del teléfono. Hubo una videollamada, también; An puede dar fe de que no me disolví del todo.  A lo largo de esos días traduje, dormí con mayor o menor suerte, leí y caminé. Subí y bajé de colectivos y subtes también.  Y escribí un diario; una pequeñez que volvió a ponerme en contacto conmigo y con las palabras que se me salen, que se escapan atolondradas y a las que apenas dedico alguna caricia torpe, un poquito de orden. Pero, eso sí, no tengo que dejar que se me pierdan. Porque son la llave que abre mi interior. Si un día las pierdo, quedaré cerrado y seco por dentro para siempre.

Día 10

Es imposible. Me acuerdo de Los Imposibles, es imposible, yo soy imposible, todo es imposible. Pucha que soy duro. No hay manera de plantearme algo y llevarlo a cabo, no puedo esperar nada de mí. Mi deseo más largo duró 2 minutos, mi fuerza de voluntad apenas sobrepasa los 20 gramos, no puedo escribir ni aun queriendo hacerlo (sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando). No soy un escritor respetable, ni responsable, ni siquiera tolerable. No soy decente ni respetuoso ni tenaz. ¿Cómo se puede no ser nada?

Día 11

Once días, ya; once días y ningún párrafo rescatable. Supongo que este proyecto va a funcionar en algún momento. Tiene que funcionar: es mi última esperanza. O no, no sé si la última, pero sí la única. Por ahora, al menos. Pero me siento tan poco escritor últimamente. Sé que tengo la capacidad de escribir y soy consciente de que lo hago más o menos bien, con buen gusto y, cada tanto, algún hallazgo, algún momento brillante. Las palabras me divierten, me llevo bien con ellas y me gusta jugar a enhebrarlas como un artesano. El problema es otro. Creo que el corrector está ganándole al escritor. Espero que sea algo momentáneo, pero la verdad es que no puedo evitar la mirada crítica, no puedo sortear ese don espantoso que me obliga a ver los defectos en cada cosa escrita. (Anoche, sin ir más lejos, me indigné leyendo una caja de filtros Melitta.) Y no estoy seguro, pero se me ocurre que eso debe cargarme de miedo, de muerte (son la misma cosa), de respeto por las palabras, de rigidez. Ahor