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Mostrando entradas de 2017

Día 35

Tal vez deba ser sincero conmigo y aceptar que no puedo escribir todos los días. Paso demasiadas horas diarias escribiendo y leyendo en este monitor y con este teclado. Es mi trabajo. A veces, al fin de la jornada sencillamente no tengo reservas de energía para crear. Con eso aclarado (o sincerado , como se usa ahora, con su connotación negativa incluida), quizás el compromiso deba ser escribir seguido, nomás. La otra opción, la de hacerlo todos los días a como dé lugar, termina siendo nefasta para alguien tan crítico, minucioso o, digámoslo, hinchapelotas y quisquilloso. Escribo cosas para cumplir y, aunque me satisface poder sostener el ritual, me molesta casi todo lo demás, incluso el hecho de tener que escribir para cumplir. No me gusta cumplir, de hecho. Cualquier compromiso me pesa y busco el área gris en toda reglamentación. Sea: puedo ser confiable y cumplo cuando debo hacerlo, pero no me gusta. Es así a la larga o a la corta. Es curioso lo que sale al escribir: nunca había

Día 34

Con la culpa a cuestas. Solo para cumplir. El cumplidor, así me dicen en el barrio. No, mentira: nadie me dice eso. Nadie me dice nada, creo, si en el barrio no hay nadie nunca. Solo Roberto, los fines de semana, pero entre el alambrado que separa los fondos de las casas que habitamos y nuestras respectivas humanidades suele haber no menos de cincuenta metros, una planicie umbría, con el pasto no muy corto, sobre todo de mi lado, donde los mosquitos hacen y deshacen a gusto. También suele venir Flavio, pero se encierra a trabajar en su casa y solo nos comunicamos con la pregunta del ruido de su taladro u otra máquina misteriosa y mi silencio por toda respuesta. Jorge, en cambio, viene poquísimo. Por suerte. Cruzando la calle hay un barrio privado en el que vive mucha gente, asumo, aunque su existencia es discreta y silenciosa. Como si se tratara de un gigantesco hotel alojamiento campestre, solo se ve autos mudos que entran y salen por un portón no menos mudo. Hay un muro que atraviesa

Día 32

Hoy todo el hielo en la ciudad. El libro descansa. Un zumbido persiste, insiste, el hierro resiste. La luz tímida. El tecleo fastuoso. Donde están los que iban y venían, ¿dónde? Yo quiero una vida puntiaguda.

Día 31

La música melódica (no es una opinión personal ni nada: se llama así, o al menos se la llama así) llega desde el pasillo. No está a gran volumen, pero molesta. Molesta en sí misma. Pero no pienso dejar que nada me distraiga. Voy a contar, entonces, que el tipo escribe. Se esfuerza por hacerlo pese a la música melódica, a las muchas horas laborales que ya tuvo el día, al sueño que le quema la cara, a distintas cosas, algunos pensamientos grandes, que lo sobrevuelan. Siente la cabeza como un globo o, mejor, como una pelota de cuero vieja y reseca a la que alguien ha inflado demasiado y en cuya superficie, ahora, sus ojos tratan de abrirse paso. Los párpados pesan como hormigón armado. Y son igual de inútiles. El tipo tuvo alguna vez muchas expectativas, esperanza, etcétera; la vida le quitó casi todo eso, pero quedó una suerte de residuo, algo parecido a la confianza, a la seguridad. Me explico: nunca fue muy seguro de sí, y sin duda tampoco lo es ahora, pero cree, le parece, puede c