Ir al contenido principal

Día 34

Con la culpa a cuestas. Solo para cumplir. El cumplidor, así me dicen en el barrio. No, mentira: nadie me dice eso. Nadie me dice nada, creo, si en el barrio no hay nadie nunca. Solo Roberto, los fines de semana, pero entre el alambrado que separa los fondos de las casas que habitamos y nuestras respectivas humanidades suele haber no menos de cincuenta metros, una planicie umbría, con el pasto no muy corto, sobre todo de mi lado, donde los mosquitos hacen y deshacen a gusto. También suele venir Flavio, pero se encierra a trabajar en su casa y solo nos comunicamos con la pregunta del ruido de su taladro u otra máquina misteriosa y mi silencio por toda respuesta. Jorge, en cambio, viene poquísimo. Por suerte. Cruzando la calle hay un barrio privado en el que vive mucha gente, asumo, aunque su existencia es discreta y silenciosa. Como si se tratara de un gigantesco hotel alojamiento campestre, solo se ve autos mudos que entran y salen por un portón no menos mudo. Hay un muro que atraviesan justo antes de perderse para siempre.
Nadie me dice nada. Tal vez por eso tenga que escribir: para diluir el silencio.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Día 36

Hubo tres días en los que no existí. Durante tres días solo fui una sombra o un reflejo, un silencio o un zumbido, apenas unos pasos sordos en veredas atestadas de gente y calles desbordantes de metal y motores, una voz audible solo para ciertos mozos, para alguna cajera de supermercado, para la farmacéutica, la psiquiatra y dos o tres personas más del otro lado del teléfono. Hubo una videollamada, también; An puede dar fe de que no me disolví del todo.  A lo largo de esos días traduje, dormí con mayor o menor suerte, leí y caminé. Subí y bajé de colectivos y subtes también.  Y escribí un diario; una pequeñez que volvió a ponerme en contacto conmigo y con las palabras que se me salen, que se escapan atolondradas y a las que apenas dedico alguna caricia torpe, un poquito de orden. Pero, eso sí, no tengo que dejar que se me pierdan. Porque son la llave que abre mi interior. Si un día las pierdo, quedaré cerrado y seco por dentro para siempre.

Día 10

Es imposible. Me acuerdo de Los Imposibles, es imposible, yo soy imposible, todo es imposible. Pucha que soy duro. No hay manera de plantearme algo y llevarlo a cabo, no puedo esperar nada de mí. Mi deseo más largo duró 2 minutos, mi fuerza de voluntad apenas sobrepasa los 20 gramos, no puedo escribir ni aun queriendo hacerlo (sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando). No soy un escritor respetable, ni responsable, ni siquiera tolerable. No soy decente ni respetuoso ni tenaz. ¿Cómo se puede no ser nada?

Día 11

Once días, ya; once días y ningún párrafo rescatable. Supongo que este proyecto va a funcionar en algún momento. Tiene que funcionar: es mi última esperanza. O no, no sé si la última, pero sí la única. Por ahora, al menos. Pero me siento tan poco escritor últimamente. Sé que tengo la capacidad de escribir y soy consciente de que lo hago más o menos bien, con buen gusto y, cada tanto, algún hallazgo, algún momento brillante. Las palabras me divierten, me llevo bien con ellas y me gusta jugar a enhebrarlas como un artesano. El problema es otro. Creo que el corrector está ganándole al escritor. Espero que sea algo momentáneo, pero la verdad es que no puedo evitar la mirada crítica, no puedo sortear ese don espantoso que me obliga a ver los defectos en cada cosa escrita. (Anoche, sin ir más lejos, me indigné leyendo una caja de filtros Melitta.) Y no estoy seguro, pero se me ocurre que eso debe cargarme de miedo, de muerte (son la misma cosa), de respeto por las palabras, de rigidez. Ahor