Siento la tentación de transcribir acá el diario de los tres días en que la vida —como la conocemos— se detuvo. Me da ganas de verlo «en letras de molde», de obviar las tachaduras, de cambiar algún punto, de suprimir una coma. Pero también sé que, si hago eso, probablemente empiece a perderlo. El registro de esos días es como es; es en ese cuaderno ajado, con errores y enmiendas y con una letra espantosa (porque mi letra jamás fue muy linda, en principio, pero, sobre todo, porque estaba cansado, trastornado, asustado, hastiado, angustiado y la lista sigue). Es como es, entonces. Y como espero que nunca más sea.
Hubo tres días en los que no existí. Durante tres días solo fui una sombra o un reflejo, un silencio o un zumbido, apenas unos pasos sordos en veredas atestadas de gente y calles desbordantes de metal y motores, una voz audible solo para ciertos mozos, para alguna cajera de supermercado, para la farmacéutica, la psiquiatra y dos o tres personas más del otro lado del teléfono. Hubo una videollamada, también; An puede dar fe de que no me disolví del todo. A lo largo de esos días traduje, dormí con mayor o menor suerte, leí y caminé. Subí y bajé de colectivos y subtes también. Y escribí un diario; una pequeñez que volvió a ponerme en contacto conmigo y con las palabras que se me salen, que se escapan atolondradas y a las que apenas dedico alguna caricia torpe, un poquito de orden. Pero, eso sí, no tengo que dejar que se me pierdan. Porque son la llave que abre mi interior. Si un día las pierdo, quedaré cerrado y seco por dentro para siempre.
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