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Entradas

Día 40

Tengo que hacer tiempo y, claro, escribo. Porque escribir es siempre una solución. Aunque no conduzca a nada, como en este caso, como casi siempre, yo arranco. Porque puedo y porque quiero, y porque es lo mío. Qué me importa lo demás. Es casi como los documentos de Word que llenaba sin parar mientras esperaba que se terminase de descargar el Football Manager o que llegara la moto con la comida o que el pocero terminase la perforación y me llamara para explicarme cosas, exagerar, pavonearse y cobrar. Lo que hacen todos, bah. En esos documentos, yo escribía a pata suelta (¿?) sobre libros, jugadores de fútbol, vetas subterráneas o lo que fuera; una cosa se encadenaba con la otra, que se enlazaba con la siguiente, que se unía a la próxima, y así, el texto fluía para, finalmente, existir. Yo le daba vida y le regalaba la libertad de vivirla como él prefiriese (de modo inútil casi siempre). Ahora se cortó la internet; quién sabe si estas letras verán la luz. Yo sigo haciendo tiempo, presion
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Día 39

Fue una linda tarde, la de ayer. Oli volvió del jardín muy cariñoso, algo que espero que sea cada vez más habitual, y merendamos juntos mientras charlábamos (más yo con él que él conmigo: sigue costando sacarle palabras; de todos modos, fue un buen momento de conexión).  Después, cuando empezó el partido (Estudiantes contra Central, 0-0), lo vimos un rato. Se ríe mucho con los golpes, las protestas, las acrobacias, ciertas caras en las tribunas... Me dijo también que quería ir a la cancha a ver a Estudiantes y yo le prometí, un poco vagamente, que lo haríamos. Cuando el partido lo aburrió, nos fuimos a su cuarto a jugar. Primero, dibujamos (me da mucho orgullo el hecho de que lo haga cada vez mejor); luego, armamos unas buenas pistas, y usamos trenes y autitos y todo fue bastante desordenado. Por primera vez en mucho tiempo me sentí metido en el juego, haciendo algo con él ,   y no solo ocupándome de él. Eso, todo, me alegró el corazón. Ahora solo espero que hoy podamos tener una tarde

Día 38

Hoy me toca escribir en el blog compartido y aportar lo mío para la continuación de una buena historia. Y puedo hacerlo, y lo voy a hacer. El compromiso implícito conmigo mismo era escribir acá cuando no lo hiciese allá. Sin embargo, acá estoy, de nuevo, en este ascensor vacío y polvoriento con el espejo ennegrecido y rajado, un papel amarillento y manoseado fijo a uno de los lados detrás de un plástico ya opaco mientras me acuna un ruido de los mil demonios, gárgaras de hormigón, producto del movimiento entre pisos con la velocidad desesperante de un caracol de río que avanza contra la corriente.  Estoy acá, entonces, y en un rato estaré allá. Hoy puedo escribirlo todo. 

Día 37

Siento la tentación de transcribir acá el diario de los tres días en que la vida —como la conocemos— se detuvo. Me da ganas de verlo «en letras de molde», de obviar las tachaduras, de cambiar algún punto, de suprimir una coma. Pero también sé que, si hago eso, probablemente empiece a perderlo. El registro de esos días es como es; es en ese cuaderno ajado, con errores y enmiendas y con una letra espantosa (porque mi letra jamás fue muy linda, en principio, pero, sobre todo, porque estaba cansado, trastornado, asustado, hastiado, angustiado y la lista sigue). Es como es, entonces. Y como espero que nunca más sea.

Día 36

Hubo tres días en los que no existí. Durante tres días solo fui una sombra o un reflejo, un silencio o un zumbido, apenas unos pasos sordos en veredas atestadas de gente y calles desbordantes de metal y motores, una voz audible solo para ciertos mozos, para alguna cajera de supermercado, para la farmacéutica, la psiquiatra y dos o tres personas más del otro lado del teléfono. Hubo una videollamada, también; An puede dar fe de que no me disolví del todo.  A lo largo de esos días traduje, dormí con mayor o menor suerte, leí y caminé. Subí y bajé de colectivos y subtes también.  Y escribí un diario; una pequeñez que volvió a ponerme en contacto conmigo y con las palabras que se me salen, que se escapan atolondradas y a las que apenas dedico alguna caricia torpe, un poquito de orden. Pero, eso sí, no tengo que dejar que se me pierdan. Porque son la llave que abre mi interior. Si un día las pierdo, quedaré cerrado y seco por dentro para siempre.

Día 35

Tal vez deba ser sincero conmigo y aceptar que no puedo escribir todos los días. Paso demasiadas horas diarias escribiendo y leyendo en este monitor y con este teclado. Es mi trabajo. A veces, al fin de la jornada sencillamente no tengo reservas de energía para crear. Con eso aclarado (o sincerado , como se usa ahora, con su connotación negativa incluida), quizás el compromiso deba ser escribir seguido, nomás. La otra opción, la de hacerlo todos los días a como dé lugar, termina siendo nefasta para alguien tan crítico, minucioso o, digámoslo, hinchapelotas y quisquilloso. Escribo cosas para cumplir y, aunque me satisface poder sostener el ritual, me molesta casi todo lo demás, incluso el hecho de tener que escribir para cumplir. No me gusta cumplir, de hecho. Cualquier compromiso me pesa y busco el área gris en toda reglamentación. Sea: puedo ser confiable y cumplo cuando debo hacerlo, pero no me gusta. Es así a la larga o a la corta. Es curioso lo que sale al escribir: nunca había

Día 34

Con la culpa a cuestas. Solo para cumplir. El cumplidor, así me dicen en el barrio. No, mentira: nadie me dice eso. Nadie me dice nada, creo, si en el barrio no hay nadie nunca. Solo Roberto, los fines de semana, pero entre el alambrado que separa los fondos de las casas que habitamos y nuestras respectivas humanidades suele haber no menos de cincuenta metros, una planicie umbría, con el pasto no muy corto, sobre todo de mi lado, donde los mosquitos hacen y deshacen a gusto. También suele venir Flavio, pero se encierra a trabajar en su casa y solo nos comunicamos con la pregunta del ruido de su taladro u otra máquina misteriosa y mi silencio por toda respuesta. Jorge, en cambio, viene poquísimo. Por suerte. Cruzando la calle hay un barrio privado en el que vive mucha gente, asumo, aunque su existencia es discreta y silenciosa. Como si se tratara de un gigantesco hotel alojamiento campestre, solo se ve autos mudos que entran y salen por un portón no menos mudo. Hay un muro que atraviesa