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Día 31

La música melódica (no es una opinión personal ni nada: se llama así, o al menos se la llama así) llega desde el pasillo. No está a gran volumen, pero molesta. Molesta en sí misma.
Pero no pienso dejar que nada me distraiga. Voy a contar, entonces, que el tipo escribe. Se esfuerza por hacerlo pese a la música melódica, a las muchas horas laborales que ya tuvo el día, al sueño que le quema la cara, a distintas cosas, algunos pensamientos grandes, que lo sobrevuelan.
Siente la cabeza como un globo o, mejor, como una pelota de cuero vieja y reseca a la que alguien ha inflado demasiado y en cuya superficie, ahora, sus ojos tratan de abrirse paso. Los párpados pesan como hormigón armado. Y son igual de inútiles.
El tipo tuvo alguna vez muchas expectativas, esperanza, etcétera; la vida le quitó casi todo eso, pero quedó una suerte de residuo, algo parecido a la confianza, a la seguridad. Me explico: nunca fue muy seguro de sí, y sin duda tampoco lo es ahora, pero cree, le parece, puede concluir, que las cosas se han alineado de tal modo que todo está en sus manos. O todo lo que importa, al menos, porque aprendió a no complicarse, a no patalear, a no pretender cambiar lo que no está a su alcance. Se dio cuenta, se da cuenta ahora, de que con lo que está a su alcance es suficiente. Con eso tiene bastante.
Se larga, entonces, a escribir sin plan. Es lo que hizo prácticamente toda su vida, pero en este momento, entre el cuero y el hormigón, es más consciente de eso. Más consciente que nunca.
"Más consciente que nunca", relee, y sonríe. Le gustan mucho las frases terminantes, definitivas. Aunque no sean ciertas, como en este caso. De hecho, le gustan sobre todo cuando no son ciertas.
Esto va sin corrección ni simple relectura. El tipo soy yo. Veremos si lo sigo siendo mañana.

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